La locura tiene dos ruedas (6ta. parte)

Quinta parte aquí.

8 DE ENERO, DÍA DEL TÁBANO
Concluida la breve ceremonia del desayuno, salí a la calle y me puse en marcha. El acarreo de la bici barranca arriba me sacó el frío y me dio la bienvenida a otra dura jornada de trabajo. El cielo había amanecido gris y cerrado, pero no se avizoraba riesgo de lluvia.
Comencé a rodar con lentitud pero sin problemas. La marea estaba baja y dejaba a decenas de barcazas multicolores varadas en seco. El pueblo dejó paso a un sinfín de asentamientos rurales. El cruce de la ruta sobre el río Cochamó reavivó mi viejo sueño de internarme en su valle y entrar a Argentina por el paso El León. Si de cada viaje nacen dos o tres proyectos, creo que la Patagonia se me tornará interminable(1).
Atrás quedaba el pueblo de Cochamó.
Los 30 kilómetros que me separaban de Puelo mostraban el mismo aspecto que el segmento anterior. A esta altura ya casi había aprendido a buscar la mejor huella para la bicicleta, observando las que dejaban los autos. Los descensos, si bien tentadores, escondían cierto peligro a causa de los cascotes sueltos que pululaban por toda la calzada. Más peligrosos se volvían aún si abajo me esperaba algún angosto y precario puente de madera. Literalmente había que embocarla a la bicicleta. Me causaban mucha gracia las piedras que, pellizcadas por las cubiertas, salían despedidas hacia los costados como proyectiles. "Piiinnnnnn…", se escuchaba cada tanto. Rogaba que este fenómeno no ocurriese delante de algún lugareño porque podía llegar a arrancarle un ojo, al pobre infeliz.
Infinidad de salmoneras(2) se repartían a metros de la costa, en lo que intuí como la fuente de ingresos más importante de la zona. La gente del lugar me dispensaba cordiales saludos a mi paso. No así algunos perros, quienes, aburridos de tanta monotonía, me salían al cruce amenazando mordisquear algún pedazo de rueda... o de pierna. Al asomar el sol, los tábanos retomaron su férreo plan de hostigamiento. Nunca supe si la veintena que me perseguía era la misma de Peulla o venían haciendo carrera de postas, los muy malditos. De arriba no se la llevaron.
 
Llegué a Puelo. La aldea se encontraba al otro lado del río homónimo, pero faltaba un detalle: el puente. Existía una pequeña balsa de chapa que, utilizando como guía un grueso cable de acero tendido de orilla a orilla, cruzaba a los pocos autos y camionetas que osaban aventurarse hacia el pueblo. Los seres humanos de a pie -o en bicicleta- podían hacer lo propio por medio de una decena de boteros que esperaban en ambas riberas cual choferes de taxi. Un rápido cálculo me hizo recordar que esas aguas turquesas provenían de los lagos Epuyén, Puelo, Inferior, Azul y Tagua Tagua, y del Mascardi, Hess, Martin y Steffen, vía río Manso. La velocidad de la corriente asustaba.
Imagen del estuario de Reloncaví.
Elegí un botero al azar. Antes de abordar le pregunté si sabía de algún lugar dónde hospedarme. El hombre, de nombre Iván, se ofreció llevarme hasta la casa de una familia amiga ubicada en Puelo Alto, a unos 3 kilómetros de allí, río arriba. Acepté. La operación de embarcar la bicicleta no resultó una tarea para nada sencilla. Pesaba una tonelada.

El viaje fue breve. "Aquella es la casa", me dijo Iván al bajarnos del bote, señalando una vivienda de dos plantas y paredes amarillas que distaba unos 500 metros del río.
Pedaleé ese medio kilómetro envuelto en una nube de tábanos. Explotaba de rabia, y no sólo hacia los insectos, sino que, cual disparatado razonamiento, también crecía mi rechazo hacia los días de sol. Tomé conciencia de que si me internaba en el valle del Puelo, la cosa se pondría mucho peor. Se encendían luces de alarma con respecto al futuro de mi travesía.
"Buenos días, me manda Iván, uno de los boteros del río", le dije a la señora que salió a recibirme. La mujer, bien entrada en los setenta años, al principio vaciló. "Bueno, pase, vamos a ver qué podemos hacer, pues", me respondió algo distante. Ingresé a la vivienda y acomodé la bicicleta en el fondo de una galería cuyos amplios ventanales dejaban ver el pequeño jardín. Desde adentro, decenas de tábanos rebotaban atontados una y otra vez contra los vidrios, en sus últimos intentos por salir al exterior.
Mi anfitriona era una santiaguina que compartía vacaciones con dos de sus hijos, ambos de mediana edad. Me confesó que no acostumbraba a tomar huéspedes, pese a que estaba remodelando la casa para comenzar a hacerlo. De todas formas, acondicionó una de las habitaciones de la planta alta para transformarla en mi dormitorio.
De entrada el trato resultó ser muy cordial, y mi vida comenzó a transcurrir como si fuese un integrante más de la familia. "¿Gusta una carnecita con papita?"; "¿quiere pancito?"; "¿toma un tecito?", y todo así en diminutivo me preguntaba la hospitalaria señora en medio de ese cálido ambiente de muebles rústicos y cortinas con puntillas. Mi situación aún no era del todo clara, ya que ignoraba si estaba siendo agasajado, o esa especie de pensión completa venía tarifada. Pronto lo sabría(3).

RAZONES PARA NO SEGUIR
A esta altura de las circunstancias, el cansancio, la aspereza del terreno y los tábanos habían dejado en suspenso la continuidad del viaje. Sólo faltaba un cuarto y último factor, y para conocer su influencia en mi decisión final tenía que dirigirme hacia el lago Tagua Tagua.
Descargué por completo la bicicleta y esa misma tarde me largué a pedalear los 12 kilómetros que me separaban del lago. Algún baqueano de la zona me diría si realmente era factible aventurarse más allá de sus aguas.
Llegando a Río Puelo. Al fondo se ve el volcán Yate.
Al rodar sin peso, la bicicleta volaba. El camino me resultaba súper agradable y la ausencia de importantes desniveles me permitió jugar un poco a acelerar la marcha. Elevados cerros tapizados de bosque formaban un corredor natural por donde se deslizaba el viento. Un enorme camión me pasó en varias oportunidades y en ambas direcciones, bañándome sin compasión de polvo. Estaban trabajando en la terminación de la ruta que moriría en el lago.
Al llegar a una pequeña cornisa tuve que suspender la marcha. El camino estaba inundado de bloques de piedra de tamaños que iban desde el de una pelota de fútbol hasta un lavarropas. Rápidamente comprendí que aquel mar de escombros había sido el resultado de una voladura. Observé más adelante a un grupo de gente trabajando, eran militares. Apoyé la bicicleta en el suelo y salí a caminar hacia ellos por arriba de las piedras.
En Chile, las rutas son abiertas por el Ejército a través del Cuerpo Militar de Trabajo. El encargado de la cuadrilla era un suboficial de rango medio y sus operarios eran los mismísimos colimbas. Le pregunté al militar si podía continuar hasta el lago. Me dijo que aguardara unos minutos, primero debían efectuar otra detonación. Tragué.
Mientras esperábamos, le pregunté si era posible pedalear más allá del Tagua Tagua. "¿Con la bici cargada?", repreguntó desconfiado, mirando a mi rodado que había quedado unos 100 metros detrás. "Mmmm... lo veo difícil", agregó con una sonrisa inquietante y mordaz.
En eso se escuchó un grito de alerta que provenía de atrás de una curva, y a continuación se vio venir corriendo a un operario con un protector en sus oídos. La dramática escena era más que clara: se acercaba la explosión. El suboficial me invitó a retroceder unos metros y nos sentamos todos en el piso. Hubo un largo y tenso silencio. "¡¡¡BOOOOOOMMMMMMMM!!!", se escuchó en todo el valle, acompañado por un cimbronazo que sacudió nuestras sentaderas. Fue como si hubieran castigado a la tierra con una maza gigante.
De a poco nos fuimos incorporando. El suboficial me autorizó a seguir caminando hasta el lago y me recomendó consultar a un poblador que vivía en sus orillas. Según él, el hombre solía cruzar el Tagua Tagua en bote y podría arriesgar una descripción sobre el estado de la senda hacia la Argentina.
Caminé unos 500 metros. El botero no estaba, hablé con su mujer. "La senda no es mala, pero va a tener que cargar la bicicleta al hombro hartas veces, pues", me confesó la pobladora en forma lapidaria. "Hay raíces, muchos vadeos de arroyos...", concluyó. Por un instante me imaginé arrastrando la bicicleta cortejado por cientos de tábanos. La escena por sí sola me levantó fiebre. Ya no cabían dudas. Me volvía.
Me acerqué a la orilla del lago y me despedí de esa imagen con un hasta pronto. Conociendo mi obstinación, sabía que, tarde o temprano, el valle del Puelo y yo nos íbamos a ver las caras(4).

Continuará...
 
(1) Finalmente realicé dicha travesía en febrero de 2007. Pueden leerla aquí.
(2) Jaulas flotantes en donde crían al salmón en sus distintas etapas de crecimiento.
(3) La señora no me cobró precisamente en diminutivo, pero realmente lo valía.

(4) De hecho, lo recorrí 2 años más tarde. El relato aquí.

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