No hay dos sin seis

Febrero de 2000. Cuando mi amigo Andrés y yo diseñamos la travesía por el valle del río Puelo, no imaginamos que 15 días antes de viajar seríamos seis. Primero se engancharon Marcelo y Guillermo, y más tarde Javier y Pablo. Toda una incógnita, ya que apenas nos conocíamos. Fue uno de los mejores y más divertidos treks que realicé en Patagonia.


Al zarpar del muelle del lago Puelo rumbo hacia la cordillera, cada uno de nosotros sabía que permaneceríamos aislados del mundo durante casi una semana. Eso es lo que demandaba el trekking a lo largo del valle del río Puelo, que nace en el brazo oeste del lago homónimo y, tras serpentear unos 80 kilómetros, vierte sus aguas en el fiordo marítimo de Reloncaví. Y eso fue lo primero que se les advirtió a los montañistas debutantes Javier y Pablo, por si se arrepentían a mitad de camino.

A poco de desembarcar en los confines del lago, un cartel dentro del bosque nos daba la bienvenida a Chile, avisándonos que a 7 kilómetros nos esperaba el Retén de Carabineros y a 46 Llanada Grande, lo más parecido a un poblado que encontraríamos a lo largo de la ruta.
Son pocos los metros que recorre el río en forma de espumosos rápidos hasta desembocar en el lago Inferior. La senda se fue montando sobre la escarpada costa norte del espejo, cuyas aguas, al igual que las del Puelo, lucían un color turquesa deslumbrante. Mientras tanto, la aspereza del terreno iba arrancando las primeras puteadas del viaje. "¡Cómo! ¿No era todo en bajada?", preguntó alguien, suponiendo que por marchar desde la cordillera hacia el mar avanzaríamos por simple acción de la gravedad.

Armamos campamento en el extremo sur del lago Las Rocas, a metros del Inferior y del retén de Carabineros. La tarde se presentó calurosa, lo que empujó a darnos un inolvidable chapuzón.


La picada, a partir de aquí, fue llevándonos a través de la costa oriental del lago Las Rocas. Este espejo alberga a una pequeña isla que, según nos confiaron, es propiedad de una solitaria francesa llamada Françoise. Muchas son las historias que se tejían en torno a esta mujer, sobre todo si emanan de las afiebradas mentes masculinas.
Un feroz aguacero nos pescó unos mil metros antes de llegar a la cabecera sur del lago Azul. Nuestro aspecto lamentable llevó al poblador Miguel Gallardo a darnos asilo en su casa.
Gallardo, junto a su esposa Miroslava, vivía de la tierra y de la cría de animales. Su único contacto con el mundo era una vieja radio que apenas sintonizaba alguna emisora de Puerto Montt. "Fui una sola vez en mi vida", confesó la mujer al preguntarle si conocía a esta no tan lejana ciudad. Descubrimos que el grado de aislamiento era enorme; todo era de a pie o a caballo.
La ropa mojada fue a parar arriba de la cocina económica y nosotros, casi desnudos, terminamos "deleitando" al matrimonio con un recital de rock nacional, ayudados por una guitarra desafinada que colgaba de una pared.





Para llegar del lago Azul al Blanco debimos trepar un cordón bautizado graciosamente como "La Cordillerita". "¿No era todo en bajada?", volvió a preguntar el mismo de antes al ver la dureza de este nuevo escollo. El entorno ofrecía en dosis parejas espesas selvas y bucólicas praderas. Los fundos privados eran antecedidos por tranqueras deliberadamente inclinadas para que quedaran cerradas por su propio peso. Un vecino del lago Totoral, Günther, abasteció nuestras mochilas con pan y queso caseros. Entusiasmada por el encuentro, su pequeña hija Glenda quería que compartiéramos esa noche con ellos.

Pasamos de largo Llanada Grande y, después de soportar otro chaparrón, aterrizamos en lo del poblador Néstor Diocares. Su chacra estaba ubicada sobre un faldeo, y allí pasaba sus días en compañía de su esposa y sus dos hijos, Víctor y Priscila. "Una vez me prestaron un televisor para seguir a Chile durante el mundial de Francia", nos contó Néstor, agregando que la imagen era tan mala que no lograba distinguir las camisetas.
Le preguntamos si esa noche era posible comer cordero. Luego de pensarlo un rato manoteó el lazo y salió con su hijito en busca de alguna pobre oveja. Mientras carneaban al desdichado animal, el pichicho de la familia nos miraba de reojo y preocupado. "Espero que a estos seis no se les antoje carne de perro, mañana", estaría pensando.




El valle se volvía ancho y plano. Un trecho más adelante, el Puelo recibía las aguas del río Manso y lo cruzamos gracias a la ayuda de un botero. La idea de regresar a Argentina a través del valle de este último quedó descartada. Entre ampollas y dolores musculares, el estado de nuestras espaldas y miembros inferiores era deplorable.
A partir de allí continuamos la marcha por un camino de autos que, según dicen, llegaría en un futuro hasta Llanada Grande. En pocos minutos aparecimos frente a la cabecera sur del lago Tagua Tagua. El mismo era navegado por un modesto transbordador capaz de cargarse autos, camiones, seres humanos y ganado. Casi al anochecer lo abordamos.





Por la mañana, una chata nos recogió en el extremo norte del lago y recorrimos los 12 kilómetros que nos separaban del poblado de Puelo. Como un aluvión, vinieron a mi mente las imágenes de aquel viaje en bicicleta hecho por estos mismos pagos un par de veranos atrás. No pude evitar un pequeño cosquilleo. Aquella premonición que me asaltó a orillas del Tagua Tagua era ya una realidad.

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