La ruta de los pasos perdidos (1ra. parte)



Febrero de 2011. La Ruta de los Glaciares era el plato fuerte del viaje que estábamos realizando Sandra, Gaby y yo entre la localidad chilena de Villa O'Higgins y su vecina santacruceña de El Chaltén. En el sitio de las Rutas Patrimoniales de Chile la promocionaban como un tentador circuito de trekking que intimaba con los ventisqueros que descienden sobre el sector sur del lago O’Higgins, en la XI Región. Todo figuraba muy detallado y señalizado, lo que a priori hacía suponer que no traería demasiadas complicaciones para el caminante. Pero, claro, hay una regla montañera que no se puede desconocer: la transitabilidad de los senderos es directamente proporcional a su uso. Es decir, las sendas de El Chaltén parecen la Autovía 2 un fin de semana largo, en cambio por aquí circulan un puñado de personas por verano y gracias. Si sumamos a esto lo profuso de la vegetación, los humedales y los árboles caídos, una distendida caminata se convierte en una interminable sucesión de acertijos y desafíos para la intuición. O sea, la enseñanza que deja todo esto es: ¿querés lugares sin gente? bancatelá.

La Ruta de los Glaciares tiene su punto de partida en Candelario Mansilla, un solitario embarcadero situado sobre la margen sur del lago O’Higgins, también llamado San Martín del lado argento. Aunque se hace difícil precisar lugares y puntos cardinales en un espejo de agua cuyos brazos se disparan en todas las direcciones. Existen dos formas de acceder a este paraje: por el norte, navegando unas 3 horas desde la localidad de Villa O’Higgins, y por el sur, mediante una aceitada combinación de bus, lancha y trekking que arranca en El Chaltén.

RUMBO A LA PENÍNSULA

Veníamos de disfrutar una seguidilla de buen tiempo, pero en Candelario Mansilla, esa mañana llovía. “Van a caer 50 milímetros en 48 horas”, nos anticiparon con dramatismo días atrás desde ambos lados de la cordillera. “Cocodrilos de punta”, traducido al criollo. Habíamos pasado la noche en casa del poblador Ricardo Levicán, y aguardábamos que viniera por nuestras mochilas para cargarlas en un caballo pilchero. Es que, además de nuestras pertenencias, llevábamos comida para 5 ó 6 días y pesaban como un elefante muerto. Nuestro primer objetivo era llegar a “la península”, una lengua de tierra que separa al lago Chico del O’Higgins, y Ricardo se haría cargo de nuestro equipaje los primeros 6 kilómetros. De los 17 restantes se encargarían los caballos de La Carmela. Esta estancia era propiedad de Luis Mansilla y se encontraba ubicada frente al mencionado accidente geográfico. Durante la mañana ya habían hecho el contacto por radio y eso nos dejaba tranquilos.

Arrancamos con lo puesto y caminamos los 1000 metros que nos separaban de la Tenencia de Carabineros. Por el dibujo de nuestro recorrido ya no regresaríamos a este sitio, y debíamos oficializar la salida de Chile. Nos acompañaba nuestro amigo Leandro, quien originalmente iba a sumarse al trekking pero razones familiares lo obligaron a desistir. Él seguiría viaje por el camino principal rumbo al extremo norte de lago del Desierto, y desde allí se haría trasladar hasta El Chaltén.

Nuestros planes aventureros provocaron cierto revuelo y confusión entre los carabineros. Y con algo de razón: es que aun teniendo el pasaporte sellado, permaneceríamos 5 días más en Chile y entraríamos a Argentina por un paso no habilitado. “Para qué hacer las cosas bien si se las puede complicar”, fue siempre nuestra frase de cabecera y la volvíamos a aplicar en este viaje. En honor a la verdad, en términos geográficos -y prácticos- nos resultaba mejor realizarlo de esa forma y los militares finalmente lo entendieron. Así las cosas, uno de ellos desempolvó un formulario y, lapicera en mano, arrancó con un particular cuestionario: “¿tienen experiencia?”, “¿llevan radio y GPS?”, “¿hicieron cursos de montañismo?”, “¿llevan cuerdas?”, “¿qué día piensan llegar a Gendarmería?”, “¿quién es el jefe del grupo?”, “¿a qué teléfono debemos llamar en caso de accidente?”. En fin, faltó que nos preguntaran qué flores queríamos y qué nos gustaría que se leyera en nuestro epitafio. Bromas al margen, nadie debería molestarse por este tipo de controles, al contrario, contribuyen a nuestra seguridad. Mucha gente sale a la montaña sin avisar, y en caso de extravíos nadie sabe dónde buscar. Sin proponérnoslo, nuestra aventura ascendía a la categoría de “expedición” y nos cargaba de emoción y responsabilidad.

En poco más de una hora completamos los 6 kilómetros hasta el desvío a la península y nos sentamos a comer. Las mochilas, por supuesto, habían llegado antes que nosotros y, mientras se aproximaba la gente de La Carmela, decidimos que al terminar el almuerzo comenzaríamos a caminar el segundo tramo con ellas para ganar tiempo.

Nos despedimos con tristeza de Leandro y nos internamos en el bosque. La senda se precipitó hacia el correntoso río Obstáculo y luego de vadearlo volvió a ganar altura. El clima continuaba inestable y, cada tanto, el cielo nos descargaba una fina lluvia.

En media hora salimos a un barranco descampado y vimos venir a dos jóvenes jinetes. Al llegar se presentaron como Alberto, hijo de Luis Mansilla, y Oscar, su medio hermano. Nos quitamos las mochilas y se las entregamos. “Nosotros vamos a ir adelante y cada tanto los vamos a esperar por si pierden la huella”, nos avisó el mayor de ellos -Alberto- mientras acomodaban nuestro equipaje sobre el lomo del pilchero.

Continuamos viaje llevando encima solo las cámaras de fotos, algo de abrigo y la capa para lluvia. El entorno fue cambiando lentamente. El bosque dejó lugar a extensos pastizales de altura y montes de lenga achaparrada. Para alcanzar La Carmela debíamos montarnos sobre un paso ubicado a poco más de 1000 m.s.n.m. y el frío empezó a hacerse notar. Un caudaloso arroyo helado quebró la tranquilidad de la marcha y obligó a reemplazar nuevamente botas de trekking por sandalias de goma.

El punto más elevado de la travesía resultó ser un lugar amplio y atractivo, aunque algo deslucido por la persistente lluvia. Quedamos rodeados de altos cerros y escarpados paredones de piedra suelta. Pequeños cursos de agua bajaban desde todas direcciones formando extensos e ineludibles mallines. O sea, más agua helada para nuestros pies entumecidos y maltratados.

Un arroyo corriendo en el mismo sentido que nosotros indicó que ya habíamos traspuesto la divisoria local de aguas. Cada tanto veíamos las siluetas de Alberto, Oscar y sus caballos, cuidando desde lejos que no hubiera extravíos. La senda por momentos se desdibujaba pero la ruta era evidente y el rumbo a tomar también.

Comenzamos a perder altura y de a poco se dejó ver a lo lejos el brazo sudoccidental del lago O’Higgins. Sobre su superficie, decenas de témpanos flotaban a la deriva. Enredados en nubes tormentosas se entremezclaban glaciares y cumbres nevadas. Todo era inédito y sorprendente, tanto como la respuesta de Oscar al preguntarle a dónde podía enviarle la foto que le acababa de tomar junto a su caballo: “estoy en facebook”, soltó muy tranquilo. La pendiente cambió de manera brusca y vimos aparecer allá abajo a esa porción de tierra plana que llaman “la península”. Se trata de una antigua morena del glaciar Chico, cuyo retroceso hoy lo ha dejado una punta de kilómetros más al sur. Nuestro objetivo parecía estar al alcance de la mano, no obstante había que destrepar unos 700 metros de desnivel.

Eran cerca de las 8, pero los densos nubarrones hacían todo más oscuro y lúgubre. Con poca paciencia apuré el paso por el bosque y aterricé en una pampita perteneciente a la estancia Ventisquero Chico. Bajo una alameda me aguardaban Alberto y Oscar con una inesperada noticia: tendríamos que pasar la noche allí porque se había hecho tarde para cruzar el río que separa a ambos lagos. Es que todavía no habían terminado de bajar la cuesta Sandra y Gaby e ignorábamos por dónde andaban. Además, el pronóstico no era alentador, venían muy despacio.

Los chicos montaron sus respectivos caballos, y con la escasa luz que quedaba partieron con rumbo desconocido. Agarré linterna y silbato y salí disparado hacia el descampado para intentar guiar a las chicas con luces y un poco de ruido. Recordé que en dos sectores de la bajada le había pifiado la senda, y temía que les pudiera haber ocurrido lo mismo a ellas. Una de mis tantas señales sonoras fue respondida por un tenue chiflido y recuperé la calma. No muy buenos presentimientos desfilaron por mi cabeza durante esos minutos interminables.

El sitio para acampar estaba protegido por unos árboles, pero las irregularidades del piso lo alejaban mucho del ideal. De todas maneras decidimos no seguir buscando: un cobertizo de troncos con forma de carpa canadiense sería nuestro dormitorio.

La lluvia se volvió permanente. Sin perder el humor, nos pusimos a preparar algo parecido a una cena, y con la leña que aún permanecía seca le dimos vida a un fogón. Sin más nada interesante que hacer, desparramamos las bolsas bajo el precario refugio y dejamos que el sueño nos transportara de la manera más piadosa posible hasta la mañana siguiente.

Continuará...

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Última parte

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Comentarios

Y esperá que todavía faltan la 2da, 3ra y 4ta parte!!! Jajaja!!! Eso sí que es tener talento para sufrir.

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